1520.
Cortés mantiene a Moctezuma preso. Tratando de calmar los ánimos de los mexicas, que comenzaba a levantarse en armas al ver a sus líderes prisioneras de los españoles, le pide al tlatoani que salga a tranquilizar a su pueblo. Moctezuma es asesinado por la multitud enfurecida; al salir al balcón, su propia gente desconfía de su lealtad. Hernán Cortés y sus soldados, acorralados, deciden que deben huir. Blas Botello, un astrólogo (adivino), convence a Cortes que la noche del 30 de Junio es el día que deben fugarse o de lo contrario todos morirán; Cortés lo escucha y planean la retirada.
Tenochtitlán no está conquistada, no está sometida. Los españoles que acompañan a Cortés tienen ya joyas y oro, pero no han logrado su objetivo. Por miedo a perder la riqueza de la que ya se habían hecho, huyen con ella, y es por ella que encuentran la muerte. Las joyas y las armaduras pesan demasiado y dificultan la huida. El terreno está rodeado de agua; el estrecho camino que recorren es una trampa mortal para los avaros. Los guerreros locales los persiguen, los alcanzan y los matan. Hernán Cortés logra escapar, pero al ver que pierde a la mitad de su ejercito, llora.
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Hoy ya no somos un conjunto de pueblos en guerra. Somos un país buscando reconciliación entre sus habitantes. Desconfiamos del tlatoani. Linchamos a los contrarios. Preferimos la muerte antes de perder nuestras joyas (robadas o no). Atendemos a quienes nos dicen lo que queremos escuchar, aunque no tengan sustento sus palabras. Permanecemos divididos; casi queremos delimitar territorios y separarnos en pueblos independientes.
La guerra y la sangre que nos hizo un solo pueblo, rico en cultura y tradiciones, parece no importarnos, porque no hay confianza en las intenciones del que tenemos a un lado. Y nos hundimos con nuestras armaduras. Cómo no llorar.
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